Marcela Turati
PUERTO PRINCIPE, 23 de enero (Proceso).- El terremoto convirtió a Puerto Príncipe en una necrópolis donde todo se pudre rápido: los muertos insepultos, la comida que no llega a los sobrevivientes y la propia situación política. En medio del caos, el gobierno de René Préval no atina a rehacerse para enfrentar la tragedia y, como en otras ocasiones en su historia, el país entero es presa de la crisis humanitaria, bordea el estallido social y vislumbra la amenaza de ocupación y hasta de un golpe de Estado.
Un hombre cruza la calle con un colchón maltrecho a rastras. Al doblar la esquina, la gente que se cruza con él se tapa la nariz y descubre que en ese colchón transporta un cadáver descompuesto, inflado, con el tórax prensado. Lo lleva a la morgue para colocarlo en la fila de cadáveres que esperan sepultura desde el terremoto del martes 12.
Detrás de él, una excavadora se abre paso entre un montículo de cemento y varillas de lo que fue la escuela de enfermería. El operador alza la pala mecánica y recoge, uno a uno, los cuerpos de 12 enfermeras rescatadas después de permanecer seis días bajo los escombros. Las jóvenes, uniformadas de coqueta minifalda y chaleco azul marino –una de ellas con una mueca de horror petrificada en el rostro– estaban en clase cuando la tierra se sacudió y fustigó Haití, de por sí el país de Latinoamérica más destrozado por la miseria y la violencia.
No se sabe cuántas personas murieron atrapadas en esta escuela y en las construcciones aledañas, en el primer cuadro de la ciudad y en los barrios circundantes y en las ciudades y pueblos de alrededor… Las estimaciones andan en 200 mil.
Lo cierto es que por el amontonamiento de muertos, Puerto Príncipe es hoy el anfiteatro más grande del mundo.
Cinco días después de la tragedia comenzó la recolección masiva de cadáveres con maquinaria pesada. Quien tiene un muerto cerca, lo arrastra a las esquinas, o lo jala a la banqueta como si tirara una bolsa de basura.
Más de 70 mil ya fueron enterrados en fosas comunes. Otros permanecen en la banqueta de la morgue, dentro de bolsas negras, aunque en la acera del frente están más cadáveres de nadie, engarrotados, con su desnudez a la vista. La mayoría todavía se pudre en las entrañas de las construcciones que fueron incapaces de mantenerse verticales.
Las máquinas levantamuertos no se dan abasto. Es fácil tropezar con cuerpos al cruzar la calle o en el lecho de cualquier río de aguas negras, a dos cuadras de lo que era el Ministerio de Justicia o afuera del aeropuerto a donde llegan los víveres que evitarían más muertes.
Puerto Príncipe es hoy una necrópolis donde todo se pudre rápido: los muertos insepultos, la comida que no se entrega oportunamente a los sobrevivientes, la política... Lo que empezó con un terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter se descompuso tan rápido que, en menos de una semana, comenzó a tomar otros nombres, como crisis humanitaria, anarquía callejera, violencia armada, amenaza de ocupación y hasta golpe de Estado.
PUERTO PRINCIPE, 23 de enero (Proceso).- El terremoto convirtió a Puerto Príncipe en una necrópolis donde todo se pudre rápido: los muertos insepultos, la comida que no llega a los sobrevivientes y la propia situación política. En medio del caos, el gobierno de René Préval no atina a rehacerse para enfrentar la tragedia y, como en otras ocasiones en su historia, el país entero es presa de la crisis humanitaria, bordea el estallido social y vislumbra la amenaza de ocupación y hasta de un golpe de Estado.
Un hombre cruza la calle con un colchón maltrecho a rastras. Al doblar la esquina, la gente que se cruza con él se tapa la nariz y descubre que en ese colchón transporta un cadáver descompuesto, inflado, con el tórax prensado. Lo lleva a la morgue para colocarlo en la fila de cadáveres que esperan sepultura desde el terremoto del martes 12.
Detrás de él, una excavadora se abre paso entre un montículo de cemento y varillas de lo que fue la escuela de enfermería. El operador alza la pala mecánica y recoge, uno a uno, los cuerpos de 12 enfermeras rescatadas después de permanecer seis días bajo los escombros. Las jóvenes, uniformadas de coqueta minifalda y chaleco azul marino –una de ellas con una mueca de horror petrificada en el rostro– estaban en clase cuando la tierra se sacudió y fustigó Haití, de por sí el país de Latinoamérica más destrozado por la miseria y la violencia.
No se sabe cuántas personas murieron atrapadas en esta escuela y en las construcciones aledañas, en el primer cuadro de la ciudad y en los barrios circundantes y en las ciudades y pueblos de alrededor… Las estimaciones andan en 200 mil.
Lo cierto es que por el amontonamiento de muertos, Puerto Príncipe es hoy el anfiteatro más grande del mundo.
Cinco días después de la tragedia comenzó la recolección masiva de cadáveres con maquinaria pesada. Quien tiene un muerto cerca, lo arrastra a las esquinas, o lo jala a la banqueta como si tirara una bolsa de basura.
Más de 70 mil ya fueron enterrados en fosas comunes. Otros permanecen en la banqueta de la morgue, dentro de bolsas negras, aunque en la acera del frente están más cadáveres de nadie, engarrotados, con su desnudez a la vista. La mayoría todavía se pudre en las entrañas de las construcciones que fueron incapaces de mantenerse verticales.
Las máquinas levantamuertos no se dan abasto. Es fácil tropezar con cuerpos al cruzar la calle o en el lecho de cualquier río de aguas negras, a dos cuadras de lo que era el Ministerio de Justicia o afuera del aeropuerto a donde llegan los víveres que evitarían más muertes.
Puerto Príncipe es hoy una necrópolis donde todo se pudre rápido: los muertos insepultos, la comida que no se entrega oportunamente a los sobrevivientes, la política... Lo que empezó con un terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter se descompuso tan rápido que, en menos de una semana, comenzó a tomar otros nombres, como crisis humanitaria, anarquía callejera, violencia armada, amenaza de ocupación y hasta golpe de Estado.
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